"Lucrecia vendía habichuelas blanditas, verduras, cebolla y víveres en mi pueblo, a veces hasta tomaba café con pan en mi casa antes de seguir vendiendo en otras casas. Como sabía que me gustaban las habichuelas blancas, de vez en cuando llevaba un poco para mí." me cuenta mi amiga Alicia en privado, luego de que compartí en mi muro de facebook un artículo publicado en el periódico Público.es sobre los 20 años del asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez en España.
Al leer ese artículo hace un rato, no pude evitar pensar en cómo la intolerancia, el rechazo a lo distinto, a otras culturas, cómo el racismo, el clasismo -y otros ismos de ese tipo-, pueden hacernos caer tan bajo como seres humanos. Leí ese artículo, donde narraba un poco de la historia de Lucrecia, donde narraba su último día con vida, y no pude evitar sentir mucha tristeza, una tristeza y decepción real, actual, tangible, como si eso hubiera pasado ayer mismo. Me imaginé por todo lo que pasó para llegar hasta allí, todo por conseguir una "mejor vida"; la tristeza que sentía todos los días extrañando a su familia, las humillaciones que sintió y enfrentó en su soledad, por las acciones, miradas o palabras de quienes no la veían digna de aprecio y compasión, o, digámoslo como es: de respeto.
Y de repente me asustó pensar en otro escenario, en nuestro país, en el que últimamente se ha volcado, con más fuerza que nunca, un huracán de odio, de irrespeto, de irracionalidad extrema, donde he tenido que leer cualquier tipo de barbaridad y desprecio. ¿Qué estamos alimentando? ¿Qué monstruo queremos despertar? Qué miedo me da que se repita (aquí o donde sea) otra historia como la de Lucrecia.
"...fue muy difícil para todo el pueblo, su cuerpo fue velado en el parque, en esa época (yo) aún tocaba guitarra en el coro de la iglesia y nos costó mucho cantar esa vez." concluyó mi amiga.
Comments